«Piensa ahora don Gumersindo, en las postrimerías de su
jubilación, que el mundo nació degenerado y putrefacto, pero admite que a los
veinte años toda persona abriga el convencimiento de que el mundo ha de
mejorar, de que camina hacia su arreglo definitivo e incluso considera que el
destino de la juventud no es otro que colaborar en la reparación.
Probablemente, dice, la cima de la madurez coincida con el deslumbramiento
fatal de lo irremediable, con el luminoso panorama de la desolación humana
definitiva […]»
Gonzalo Hidalgo Bayal, El espíritu áspero, Barcelona, Tusquets, 2009
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