miércoles, 9 de septiembre de 2015

Y como lo prometido es deuda, ahí va la historia.
 
Durante los años 50, se situaban en Claudio Moyano y Alfonso XII unas mujeres con un cascabel en la muñeca. Estas mujeres tenían como objetivo captar clientes. Luego, se internaban en la oscuridad del Parque del Retiro (como bien sabemos, la oscuridad propicia por igual el amor y el delito —si acaso no son lo mismo—) y allí marturbaban a sus clientes. Las mujeres recibían magra paga por arduo trabajo (es de suponer que un joven atildado y hermoso no precisaba de tal negocio). Son las pajilleras de la Cuesta de Moyano. De ahí la canción de Pepa Flores (que la muerte no me coja en este tira y afloja de dar amor con la mano). Buscando en la Red, he encontrado un chat en el que se hablan de ellas e incluso se incluyen unas fotografías (el enlace: macuarium). A ello debemos otorgar, entonces, la fe de tales fuentes. Sin embargo, me comprometo a seguir investigando. Si, a pesar de la fragilidad de las fuentes, me atrevo a subir esto al blog es con la certeza de que, si no son ellas, fueron muy parecidas. Vaya, por lo tanto, en su recuerdo:
                  



             
Un regalo: Bocca di rosa, de Fabrizio de André:
                                        


              
De La Celestina, de Fernando de Rojas (edición del profesor Julio Rodríguez Puértolas, Madrid, Akal, 1996), copio dos intervenciones en las que dos mujeres (la prostituta Areúsa en el primer caso; la propia Celestina en el segundo) defienden la prostitución como forma de independencia:

AREÚSA: Así goce de mí que es verdad; que estas que sirven a señoras ni gozan deleite, ni conocen los dulces premios de amor. Nunca tratan con parientes, con iguales a quien pueden hablar tú por tú, con quien digan: ¿qué cenaste?; ¿estás preñada?; ¿cuántas gallinas crías?; llévame a merendar a tu casa; muéstrame tu enamorado; ¿cuánto ha que no te vio?; ¿cómo te va con él?; ¿quién son tus vecinas?, e otras cosas de igualdad semejantes. ¡Oh tía, y qué duro nombre e qué grave e soberbio es «señora» continuo en la boca! Por esto me vivo sobre mí, desde que me sé conocer; que jamás me precié de llamarme de otro, sino mía. Mayormente destas señoras que agora se usan. Gástase con ellas lo mejor del tiempo e con una saya rota, de las que ellas desechan, pagan servicio de diez años. Denostadas, maltratadas las traen, continuo sojuzgadas, que hablar delante dellas no osan. E cuando ven cerca el tiempo de la obligación de casarlas, levántanles un caramillo: que se echan con el mozo o con el hijo; o pídenles celos del marido o que meten hombres en casa, o que hurtó la taza o perdió el anillo; danles un ciento de azotes y échanlas la puerta fuera, las faldas en la cabeza, diciendo: «¡Allá irás, ladrona, puta; no destruirás mi casa e honra!» Así que esperan galardón, sacan baldón; esperan salir casadas, salen amenguadas; esperan vestidos e joyas de boda, salen desnudas e denostadas. Éstos son sus premios, éstos son sus beneficios e pagos. Oblíganse a darles marido, quítanles el vestido. La mejor honra que en sus casas tienen es andar hechas callejeras, de dueña en dueña, con sus mensajes a cuestas. Nunca oyen su nombre propio de la boca dellas, sino: ¡puta acá, puta acullá!; ¿a dó vas, tiñosa?; ¿qué hiciste, bellaca?; ¿por qué comiste esto, golosa?; ¿cómo fregaste la sartén, puerca?; ¿por qué no limpiaste el manto, sucia?; ¿cómo dijiste esto, necia?; ¿quién perdió el plato, desaliñada?; ¿cómo faltó el paño de manos, ladrona?, a tu rufián lo habrás dado; ven acá, mala mujer: la gallina habada no aparece, pues búscala presto, si no en la primera blanca de tu soldada la contaré. E tras esto mil chapinazos e pellizcos, palos e azotes. No hay quien las sepa contentar, no quien pueda sufrirlas. Su placer es dar voces, su gloria es reñir. De lo mejor hecho, menos contentamiento muestran. Por esto, madre, he querido más vivir en mi pequeña casa, exenta e señora, que no en sus ricos palacios, sojuzgada e cautiva.
 
(IX Auto)
 
CELESTINA: ¿Quién so yo, Sempronio? ¿Quitásteme de la putería? Calla tu lengua, no amengües mis canas, que soy una vieja qual Dios me hizo, no peor que todas. Vivo de mi oficio, como cada qual oficial del suyo, muy limpiamente. A quien no me quiere no le busco; de mi casa me vienen a sacar; en mi casa me ruegan.
 
(Auto XII)
           

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