«Todo me cansa, incluso lo que no me cansa. Mi alegría es tan dolorosa como mi dolor.
Quién me diera ser un niño lanzando barcos de papel en un estanque de la quinta, con un dosel rústico de entrecruzamiento de parras poniendo ajedreces de luz y sombra verde en los reflejos sombríos del agua estanca.
Entre yo y la vida hay un vidrio tenue. Por más nítidamente que yo vea y comprenda la vida, no puedo tocarla.
¿Razonar mi tristeza? ¿Para qué, si el raciocinio es un esfuerzo? Y quien está triste no puede esforzarse.
Ni siquiera abdico de aquellos gestos banales de la vida de los que tanto quería abdicar. Abdicar es un esfuerzo, y yo no poseo el del alma con que esforzarme.
¡Cuántas veces me atormenta el no ser el conductor de aquel coche, el cochero de aquel carruaje! ¡Cualquier banal Otro supuesto cuya vida, por no ser mía, deliciosamente penetra en mí de tanto yo quererla y hasta penetra en mí de lo ajena que es!
Yo no tendría el horror a la vida como a una Cosa. La noción de vida como un Todo no me aplastaría los hombros del pensamiento.
Mis sueños son un refugio estúpido, como un paraguas contra un rayo.
Soy tan inerte, tan pobrecillo, tan falto de gestos y de actos.
Por más que por mí me enbreñe, todos los atajos de mi sueño dan a claros de angustia.
Incluso yo, el que tanto sueña, tengo intervalos en los que el sueño huye de mí. Entonces las cosas se me aparecen nítidas. Se desvanece la niebla con la que me rodeo. Y todas las aristas visibles hieren la carne de mi alma. Todas las durezas miradas me lastiman al saberlas durezas. Todos los pesos visibles de objetos me pesan por el alma adentro.
Mi vida es como si me golpeasen con ella»
Fernando Pessoa, Libro del desasosiego (traducción de Perfecto E. Cuadrado), Barcelona, El Acantilado, 2002
Quién me diera ser un niño lanzando barcos de papel en un estanque de la quinta, con un dosel rústico de entrecruzamiento de parras poniendo ajedreces de luz y sombra verde en los reflejos sombríos del agua estanca.
Entre yo y la vida hay un vidrio tenue. Por más nítidamente que yo vea y comprenda la vida, no puedo tocarla.
¿Razonar mi tristeza? ¿Para qué, si el raciocinio es un esfuerzo? Y quien está triste no puede esforzarse.
Ni siquiera abdico de aquellos gestos banales de la vida de los que tanto quería abdicar. Abdicar es un esfuerzo, y yo no poseo el del alma con que esforzarme.
¡Cuántas veces me atormenta el no ser el conductor de aquel coche, el cochero de aquel carruaje! ¡Cualquier banal Otro supuesto cuya vida, por no ser mía, deliciosamente penetra en mí de tanto yo quererla y hasta penetra en mí de lo ajena que es!
Yo no tendría el horror a la vida como a una Cosa. La noción de vida como un Todo no me aplastaría los hombros del pensamiento.
Mis sueños son un refugio estúpido, como un paraguas contra un rayo.
Soy tan inerte, tan pobrecillo, tan falto de gestos y de actos.
Por más que por mí me enbreñe, todos los atajos de mi sueño dan a claros de angustia.
Incluso yo, el que tanto sueña, tengo intervalos en los que el sueño huye de mí. Entonces las cosas se me aparecen nítidas. Se desvanece la niebla con la que me rodeo. Y todas las aristas visibles hieren la carne de mi alma. Todas las durezas miradas me lastiman al saberlas durezas. Todos los pesos visibles de objetos me pesan por el alma adentro.
Mi vida es como si me golpeasen con ella»
Fernando Pessoa, Libro del desasosiego (traducción de Perfecto E. Cuadrado), Barcelona, El Acantilado, 2002
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