domingo, 16 de agosto de 2015

Por la noche, ya en casa, leía bisbiseando y siguiendo con el índice el trayecto de las diferentes líneas impresas, como si tuviera miedo de perderse entre ellas. Adela, su mujer, y Ana, la hija, cosían en sillas bajas cerca de él, y él leía inclinado sobre la sábana impresa del periódico con una atención desmesurada. Algunas noches era la hija la que se encargaba de leerle. Raúl entornaba los ojos y escuchaba las noticias, pidiéndole de vez en cuando que repitiese algún párrafo cuyo sentido se le había escapado. Se sentía orgulloso de Ana. Él le había enseñado las primeras letras, pero muy pronto la niña había aprendido a pronunciarlas con una entonación cuidadosa, segura, uniéndolas hasta formar palabras y destacando algunas palabras y haciendo que otras fluyeran de manera imperceptible. También dibujaba de modo notable, y bordaba, y con doce años ya hacía labores para el vecindario y traía algún dinero a casa y le llevaba las cuentas de la economía doméstica a la madre. Raúl se entretenía ojeando los cuadernos cuadriculados que ella coloreaba hasta conseguir las figuras que luego bordaba en la tela: los patitos amarillos y las cestas llenas de flores, las frutas, las casitas de tejas rojas y puertas azules con que adornaba las sábanas, las almohadas, las batas y baberos de los recién nacidos; las letras entrelazadas destinadas a marcar los ajuares de quienes iban a casarse, o las pecheras de algunos vestidos y los bolsillos de camisas y pijamas, o los ángulos de los pañuelos.
 
Rafael Chirbes, La larga marcha, Barcelona, Anagrama, 1996
 
 
Sit tibi terra levis.

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