El niño volvió la cabeza hacia el ayuntamiento: dos guardias civiles traían a una mujer que apenas se defendía, sin dar gritos, seguida por una reata de chiquillos.
Sabía quién era la mujer. Decían que era la más pobre del pueblo. Vivía con sus críos en una chinera abandonada, se llamaba Concepción (Concha en diminutivo), no tenía marido -sus hijos no conocían a su padre o a sus padres-; era trapera pero trabajaba donde podía, había tenido la sensatez de cerrar los ojos cada vez que se abría de piernas ante un hombre. Toda su prole se le parecía, una suerte para los padres desconocidos.
La pareja de guardias civiles y la trapera desaparecieron dentro del ayuntamiento. Hubo un gran silencio. Un grupo de curiosos se formó en el porche, pero se hicieron atrás ante los fusiles. Entonces asomó por la plaza la hija mayor de la pobre del pueblo. Llorando. Explicó que, aquella mañana en la factoría del esparto, su madre había discutido con el factor Vicente, ladrón por naturaleza (vox populi), había despotricado en su contra, y en caliente, había metido en el mismo saco y propinado injurias al alcalde, al juez de paz y al papa de Roma, ladrón por naturaleza, él también (esta vez: vox Dei). [...] En unos minutos, la mitad del pueblo se agolpaba a las puertas del ayuntamiento. Sobre todo mujeres, que daban rienda suelta al chisme mientras recomendaban a la pobre chica que se secara las lágrimas. El niño buscó con la mirada a la madre y a las hermanas, pero no, no estaban en el compacto paquete de faldas y pañuelos.
[...]
El niño no habría podido decir cuánto tiempo duró aquella espera angustiosa, pero tenía la impresión de que hacía más de un siglo, como decía la madre. Al cabo de un rato, la gente se echó de pronto en oleada hacia atrás. Como al ver algo atroz. Las mujeres se taparon la cara con las manos, los hombres volvieron la espalda. Hombres y mujeres como agobiados por un peso insoportable.
Con ojos atentos, que se achicaron hasta hacerse minúsculos, el niño escudriñó la puerta del ayuntamiento. Vio salir a la pobre del pueblo, Concha la trapera. Sola, la cabeza monda como una piojosa. Temblaba. Los brazos colgándole a lo largo del cuerpo como harapos. En sus pupilas, el desvarío había suplantado la mirada. Pero no lloraba. No veía a nadie.
El hermano mayor lo apretó contra sí, su ancha mano de hombre tapándole la cara para que no viera ese acto autoritario que los vencedores llamaban un acto de justicia. Pero él lo vio. El niño vio a la gente irse deprisa, huyendo de la pobre del pueblo, de la mujer rapada, Concha la trapera. Él sentía ganas de vomitar, lloraba de impotencia. [...] La mirada humilde se posaba con frialdad en la más humilde del pueblo, Concha la trapera, rapada [...] Ésta, la mujer rapada, miraba huir a la gente. Poco a poco, pareció que venía en sí. Se puso roja, luego lívida. Esa gente con la que había vivido toda la vida la abandonaba. El niño sintió su vergüenza como una acusación. [...]
Él, mota de polvo en un universo solitario, se acercó a la mujer rapada y le tendió la mano, a la que se agarró como una náufraga. Caminaron juntos, la mujer rapada y el niño. Un niño de seis años que, en ese día de barbarie, deseó un sino duro para su pueblo; para todos, vencedores y vencidos.
Agustín Gómez Arcos, El niño pan (traducción y prólogo M. Carmen Molina Romero), Barcelona, Cabaret Voltaire, 2011.
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