miércoles, 31 de agosto de 2016

«Estaba viva de nuevo. En los bailes era una de las más alegres e incansables. Una noche, un primo de Sasha, un muchacho muy joven, me llevó aparte. Con gravedad, como si fuera a anunciarme la muerte de un compañero querido, me susurró que bailar no era propio de un agitador. Al menos, no con ese abandono. Era indigno de una persona que estaba en camino de convertirse en alguien importante en el movimiento anarquista. Mi frivolidad sólo haría daño a la Causa.
La insolencia del muchacho me puso furiosa. Le dije que se metiera en sus asuntos, estaba cansada de que me echaran siempre en cara la Causa. No creía que una Causa que defendía un maravilloso ideal, el anarquismo, la liberación de las convenciones y los prejuicios, exigiera la negación de la vida y la felicidad. Insistí en que la Causa no podía esperar de mí que me metiera a monja y que el movimiento no debería ser convertido en un claustro. Si significaba eso, no quería saber nada de ella. “Quiero libertad, el derecho a expresarme libremente, el derecho de todos a las cosas bellas”. Eso significaba anarquismo para mí, y lo viviría así a pesar del mundo entero, de la cárcel, de las persecuciones, de todo.»
        
Emma Goldman, Viviendo mi vida (traducción Antonia Ruiz Cabezas), vol. 1, Madrid, Fundación de estudios libertarios Anselmo Lorenzo, 1996
 

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