«La mujer que iba a morir se llamaba Hortensia. Tenía los
ojos oscuros y no hablaba nunca en voz alta. Sólo cuando la risa le llenaba la
boca, se le escapaba u Ay madre mía de mi vida que aún no había aprendido a
controlar, y lo repetía casi a gritos sujetándose el vientre. Se pasaba gran
parte del día escribiendo en un cuaderno azul. Llevaba el cabello largo,
anudado en una trenza que le recorría la espalda, y estaba embarazada de ocho
meses.
Ya se había
acostumbrado a hablar en voz baja, con esfuerzo, pero se había acostumbrado. Y
había aprendido a no hacerse preguntas, a aceptar que la derrota se cuela en lo
hondo, en lo más hondo, sin pedir permiso y sin dar explicaciones. Y tenía
hambre, y frío, y le dolían las rodillas, pero no se podía parar de reír.
Reía.
Reía porque
Elvira, la más pequeña de sus compañeras, había rellenado un guante con
garbanzos para hacer la cabeza de un títere, y el peso le impedía manipularlo.
Pero no se rendía. Sus dedos diminutos luchaban con el guante de lana, y su
voz, aflautada para la ocasión, acompañaba la pantomima para ahuyentar el
miedo.
El miedo de
Elvira. El miedo de Hortensia. El miedo de las mujeres que compartían la
costumbre de hablar en voz baja. El miedo en sus voces. Y el miedo en sus ojos
huidizos, para no ver la sangre. Para no ver el miedo, huidizo también, en los
ojos de sus familiares».
Dulce Chacón, La voz dormida, Madrid, Alfaguara, 2002